DIARIO ÍNTIMO 127.1
“No queremos algo porque sea bueno, sino al revés, decimos que algo es bueno porque lo deseamos”. Baruch Spinoza
Domingo, veintidós de junio de dos mil veinticinco
…Sigo en el jueves, diecinueve. En el momento del encuentro con R.
Resultó gozoso, tal y como nos saludamos al vernos. Al menos para mí lo fue.
Estimulante impresión que espontáneamente hizo que nos aceptáramos mutuamente para las horas siguientes y que facilitó que cruzáramos opiniones, bromas y risas (a ver, no quiero parecer triunfalista, mis apreciaciones son sentidas y las supongo en R., pero ni mucho menos tienen que ser ciertas en su caso).
El calor era sofocante, y eso era una verdad sin paliativos ni segundas impresiones, así que buscamos con urgencia un respiro en un bar con aire acondicionado, lo encontramos, pero fue lo único que merecía la pena del sitio.
Comenzamos a hablar con prudencia porque no nos conocíamos absolutamente de nada. Ambos estuvimos de acuerdo en que las primeras sensaciones resultan clave en lo que pudiera suceder después.
En los primeros instantes de la conversación nos mostramos desde perspectivas panorámicas y prudentes. Aproximaciones tímidas pero cargadas del máximo e interés del uno hacia el otro. Con delicadeza.
Nos escuchábamos y nos implicábamos en lo que decíamos, sin atropellarnos. Todo fluía en armoniosa sintonía, como personas educadas que éramos.
El bar olía a alimentos groseramente cocinados. Decidimos salir y buscar un sitio confortable dónde comer.
Lo encontramos unas calles más adelante y resultó muy grato. Compartimos dos platos de pescado, postre y café.
Durante algo más de dos horas que permanecimos en el restaurante la confianza y entendimiento entre nosotros creció. La conversación ahondó en cuestiones más íntimas de nuestras vidas.
R., me pareció una mujer de carácter y personalidad, receptiva y atenta, de risa franca y espontánea, cercana y natural. Inspiraba confianza para el intercambio de secretos, sobre los que pasamos muy por encima, sin abrir ninguna puerta innecesaria.
Nuestra comunicación fluyó sin sombra de dudas, reservas, ni espacios o tiempos muertos. La comida y el tiempo que compartimos pasó fugazmente sobre nosotros. Ah, y una cuestión que, aunque parezca secundaria no lo es en absoluto, todo lo contrario, es muy importante: en la mesa el entendimiento fue total y espontáneo. Nos encantó la comida que compartimos con absoluta naturalidad.
Llegó el momento de levantar la mesa y dar por terminado el encuentro y volver a dónde teníamos aparcados los coches, en parkings cercanos.
Si la cita hubiera resultado neutra o ambigua, nos habríamos despedido sin más y habríamos reportado nuestras sensaciones a nuestra hada madrina, para que ella nos transmitiera la despedida y cierre del intento, que muy probablemente cada uno de nosotros habría decidido por su cuenta. No fue así, nosotros decidimos intercambiar números de teléfono y deseos de seguir en contacto. En ese momento, claro; luego ya se verá.
Por el camino de vuelta a nuestras vidas no nos hicimos promesas ni tampoco establecimos un plan para reencontrarnos. Yo la invité a venir a mi casa, que no entró a considerar; ella no me invitó a la suya. Además, en dos días se iría de vacaciones tres semanas.
Nos acompañamos, primero ella hasta mi coche y luego yo la acerqué hasta el suyo.
Estuvimos de acuerdo en que habíamos pasado unas horas gratísimas y que nos habíamos caído estupendamente. Ella tuvo el exquisito detalle de agradecerme que hubiera sido yo el que se desplazara hasta su ciudad. También le agradecí el gesto. Nos despedimos afectuosamente, pero contenidos, sin arrebatos…
La Fotografía: No tengo fotografías, al menos últimamente, de proyección o sugestión amorosa porque estoy muy alejado de esas vivencias. Y, por supuesto, de R., ni mucho menos y aunque la tuviera no es el momento de que estuviera aquí ahora. Si nos ennoviáramos, sí, con su permiso, claro. Así que una del patio interior del Reina Sofía, donde estuve esa misma mañana.