DIARIO ÍNTIMO 118 y 2
“… Llora sin razón
este corazón descorazonado.
¡Qué! ¿ninguna traición?…
Este luto es sin razón.
Es bien la peor pena
de no saber por qué
sin amor y sin odio
mi corazón tiene tanta pena”.
Paul Verlaine
Domingo, veintitrés de marzo de dos mil veinticinco
… El día todavía no había acabado, solo la tarde haciéndose de noche.
Cené mientras comencé a ver una serie célebre en estos días: Adolescencia, de tremendo impacto mundial. Pero no acabé, vi dos capítulos. Cuando lo haga (tiene cuatro), decidiré si escribo sobre ella, según lo sienta necesario, o no (nada hay necesario en mi vida ahora, solo cosas convenientes)
A las doce salí, justo cuando el mundo saltaba del sábado al domingo. Ya era otro día, pero yo seguía viviendo el anterior, como una condena. Fui, por tercer sábado seguido, al mismo sitio de siempre. Ya llevo años haciéndolo y a pesar de mi insistencia no tengo ni idea de porqué lo hago.
Algo sospecho. Si no, sería estúpido, pero por ahora me conformo con solo ser imbécil (no es lo mismo).
Como en el verso de Verlaine, voy sin amor y sin odio, pero sí con la pena de no sentir ningún deseo. Si no fuera sería peor porque ya habría muerto. Vivir o morir, estar vivo o muerto poco o nada tiene que ver con respirar, ir de un lado para otro (o acercarme a un bar los sábados por la noche), o, incluso, fotografiar.
Lo que hago allí nada más llegar: pido un ron solo con hielo. Doy un paseo de este a oeste del local, o viceversa, para echar un vistazo a la gente que ha ido esa noche, que suele ser la misma siempre o muy parecida. Procuro colocarme cerca de alguna mujer que me guste un poco (misión imposible) o gentes que me entretengan mientras bebo la copa, ceremonia que suele durar cuarenta minutos. Después me voy. Durante ese tiempo, siempre menos de una hora, no siento nada. Cierro todos mis circuitos neuronales y adopto un gesto de neutralidad inexpresiva, como una esfinge. Nadie me mira, y menos las mujeres. Creo que les doy miedo (ellas a mí también).
En tres años nunca he hablado con nadie. No me interesa lo que puedan decirme. Sin embargo, seguiré acudiendo porque me siento cómodo entre esas gentes tan desfasadas como yo. Ninguno somos interesantes allí.
Esta vez les tocó entretenerme, sin saberlo, a una pareja que se me antojó desigual y muy extraña en su apabullante normalidad propia del sitio. Él, de unos cuarenta años como mucho, pobremente vestido, alto, delgado y con expresión que bordeaba la deficiencia (quizá no lo fuera, pero lo parecía); ella, de cincuenta y cinco, como poco, de prominentes caderas y una gordura inconveniente, vestida con apretados pantalones vaqueros y chaqueta vaquera, también. No era ni guapa ni atractiva, solo corriente, tirando a fea. Bailaban soso, torpemente, sobre todo él, y ambos como si se obligaran. A veces se reían, pero no hablaban. Parecían autómatas. Ellos no se percataban de que los miraba (es la ventaja de ir vestido de nada porque así puedo mirar sin ser visto). Un poco más allá, bailaba una mujer de edad indefinida (era imposible saber si era joven o vieja aniñada), con una falda corta blanca plisada. Tenía piernas esbeltas, que enseñaba orgullosamente y la cara avejentada. De vez en cuando se le acercaba un tipo gordo (versión fofa) que se reía como un loco y disfrutaba como un niño. El gordo daba achuchones a la mujer faldicorta, o más bien la sobaba lo que podía. Eran raros esos dos, en realidad todos lo somos allí. Por eso voy, porque es una reserva de seres extravagantes, como salidos de una foto de Diane Arbus, pero con un retraso de sesenta años. Prodigiosos todos por marginales, pero entrañables e inofensivos (aparentemente, porque nadie lo somos) en nuestra elemental e insustancial poquedad. Yo hago lo que hago, pero también podría hacer otra cosa, como ellos, porque soy igual que ellos, casi un desecho social.
La Fotografía: Yo, disfrazado, pero no sé de qué, de raro seguro, o de detective desenfocado lo que me ayudaba a pasar desapercibido, hasta para mí mismo.