Mi padre quería que trabajara en la ciudad e intentaba que aprendiera oficios como carnicero, dependiente de comercio y cosas así; lo cierto es que nunca confió en mis posibilidades y, además, siempre tuve la sensación de que no me quiso demasiado. Eran trabajos en los que no se necesitaban conocimientos en especial; no los tenía porque apenas si había ido al colegio, eran tiempos de guerra y se pasaba mejor en la calle. De los que me buscaba mi padre, o me echaban o me iba. Cuando acabé el servicio militar (tres años) me coloqué de guarda rural en esta finca, aquí conocí a mi mujer, nos casamos y vivimos en este sitio como guardeses. No era un trabajo fácil y justo es reconocerlo, tampoco difícil. Eran tiempos de hambre y las gentes de los alrededores venían buscando caza y todo lo que hubiese en la finca que pudiera servir para mantener a sus familias. Entraban de noche y de día; había que vigilar a todas horas. A muchos los conocía, todos estábamos necesitados, pero a mí me tocaba echarlos o denunciarlos. Esto era duro, pero siempre cumplí con mi obligación, aunque también ayudé a algunos haciendo la vista gorda.
6 SEPTIEMBRE 2005
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