Había algo en ti que me inquietaba poderosamente y me producía un gran respeto: tu ensimismamiento, tu imagen silenciosa sentado a la mesa fumando cigarro tras cigarro, tu mirada y lo difícil que resultaba sostenerla, tu actitud indefensa cuando te avergonzabas ante mí por haber bebido y te refugiabas en tu habitación. Provocabas en mí una mezcla de sensaciones que no podía concretar pero que me impresionaban. Quizá fuiste un hombre movido por resortes muy puros, sin mezclas, y por eso causabas esa impresión en mi y en los demás. Presumías de ser una persona intuitiva y perspicaz, no llegaba a creérmelo porque siempre fuiste un poco vanidoso. Sin embargo, en ocasiones, sin hablar conmigo, intuías que algo me pasaba o preocupaba (mi madre me contaba que se lo habías dicho) y cuando acertabas, que era casi siempre, me sentía desconcertado y vulnerable ante ti. Puedo entender perfectamente que viste la muerte, tu estabas facultado para ello, y me asombra con la sobriedad que la esperaste. Todavía recuerdo cuando me lo contaste, estábamos sentados los dos al anochecer en un banco al lado de la casa y me lo dijiste con toda naturalidad, como si hubieras visto a alguien conocido sin importancia.
26 SEPTIEMBRE 2005
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