Fotografié una piscina abandonada que estaba a unos trescientos metros de la casa, en un montículo reseco, rodeada de árboles polvorientos. No vi nada más y decidí marcharme del lugar pero no sin antes dar una última vuelta por la explanada. Desde lejos, divisé a una mujer anciana, con el pelo blanco desgreñado, que salía de la casa principal, se aferró con las dos manos a la verja que rodeaba un pequeño patio, y me miró, intensa y desafiantemente. Me quedé paralizado, no me atreví a seguir avanzando ni a sacar mi cámara. Ahora lo entendía, sí, mis sensaciones tenían explicación; aquel lugar estaba marcado por fuerzas situadas al borde de un precario equilibrio entre el pasado y el presente, entre la razón y la locura. Un tiempo después, un amigo, me contó que la propiedad la habitaban dos mujeres ancianas trastornadas que eran hijas de los antiguos dueños. Antes de salir, algo asustado, por el camino bordeado de árboles muertos que apenas si podían sostenerse en pie, los fotografíe, y a cambio, me ofrecieron la imagen de su alma en pena pálidamente reflejada a su espalda.
29 MAYO 2006
© 2005 pepe fuentes