Una imagen todavía viva en mi memoria: domingo por la tarde de un mes ya casi primaveral. Estamos en 1969 ó 1970, son las 4,30 de la tarde. En la plaza de la pequeña ciudad de provincias se reúnen los adolescentes nerviosos y con las caras invadidas de espinillas. Nosotros somos 3 ó 4, tal vez 5; miramos en torno nuestro con inseguridad y desconfianza hacia otros grupos que sabemos mucho más hábiles en el trato con las chicas. Ellas, también en círculos, miran de reojo y urden estrategias. Se está preparando el final de la tarde: cuando empiece a anochecer algunos de nosotros habremos logrado colarnos en el último piso de este edificio. Aún no lo tenemos claro; todavía no sabemos si lograremos pasar al guateque» (siempre eran otros los que decidían: tú pasas, tú no).
Cuando nuestra insulsa pandilla conseguía entrar en el sagrado local de luz roja y música bailable, procurábamos arrimarnos mucho a las chicas que habían accedido a bailar con nosotros. Luego, a las 10 de la noche, cuando volvíamos a casa, comentábamos excitados la experiencia y nos reíamos del tremendo y saludable dolor de testículos que nos habíamos ganado; era nuestro botín, pero lo que más nos excitaba eran las fabulosas expectativas que se abrían para el próximo domingo por la tarde, y que alimentábamos toda la semana, aunque no supiéramos si lograríamos franquear la puerta de la sala de los deseos teñidos de rojo.