Seguimos en el paseo por el puerto de Rótterdam: también me interesaban los turistas que miraban distraídamente el paisaje y elegí a uno entre todos. Ya que íbamos a estar cerca de dos horas embarcados, tenía tiempo para observarle. Llevaba una cámara digital sofisticada. Creo que había superado los setenta años y no hacia nada, sólo miraba pasivamente en torno suyo y a mí con desconfianza. Yo pensaba, será porque es un fotógrafo que ha llegado a dominar el lenguaje y sus propósitos de forma que sólo necesita hacer una fotografía para llevarse consigo toda la esencia del lugar; o ni siquiera eso. O quizá, sea un hombre cansado y desmotivado; pero si es así, por qué se ha tomado la molestia de llevar una cámara como esa? No; lo más seguro es que no se sienta aludido estéticamente por lo que mira (y quizá no ve). Por el contrario, yo, más joven, llevaba, como siempre, mi Mamiya y no sé si porque mi vieja compañera me apremia (no le queda mucho tiempo de vida) o por mi ansiedad, fotografiaba sin parar. De vez en cuando le miraba de reojo y me decía: quiero fotografiarle, pero no encontraba el momento. Por fin me decidí, encuadré, enfoqué y….disparé. El tranquilo y pasivo fotógrafo se percató, volvió la cabeza hacía mí e hizo un gesto de contrariedad. Yo, cobardemente, disimulé.
«Todos nosotros, los que contamos historias, somos espías, mirones. La vida es demasiado breve como para vivir el número suficiente de experiencias, es necesario robarlas.» Enrique Vila Matas.