Ayer, para poner a prueba mi teoría de anteayer (es decir, comprobar que hay vida debajo de mi receptáculo craneal) dediqué un par de horas a pensar y escribir, y lo cierto es que sentí ciertos estímulos vitales e incluso físicos. Acabo de releer el resultado y, sí, está bien; debe ser porque no parece que se me ocurriera a mí. Conclusión: si alguien como yo, iletrado, de inteligencia escueta y movilidad cerebral renqueante escribe un texto pretendidamente (o pretenciosamente) teórico y además da el «pego», una de dos: o todo lo que decía ayer es una inmensa falacia (yo no creo que lo sea), o cualquiera puede hacerlo, lo cual cuestiona seriamente el valor que definimos como inteligencia, es decir, todos somos inteligentes (o ninguno) y la clave radica únicamente en la voluntad de hacer o ser.
Es una presunción positiva suponer que escribir ese texto (subjetivo, trivial y prescindible) sea un acto inteligente y no una excrecencia de un cerebro ocioso y desorientado.