Un descubrimiento que hicimos en nuestro largo paseo de aquella tarde es que al Golden Gate Bridge no se llega nunca. Su malévolo juego consistía en que cuando el sol lo iluminaba coqueteaba mostrándose próximo y al alcance de nuestra determinación; pero, poco después, la niebla lo cubría de nuevo y aprovechaba que no le veíamos para alejarse un poco. Cuando el sol regresaba, comprobábamos que seguía estando a la misma distancia que media hora de camino antes. Después de unas horas, el inalcanzable Golden Gate Bridge seguía lejos, jugando con el sol, la niebla y lo que es peor, con nosotros. Decidimos que quizá su mejor imagen era ésta: lejana e inalcanzable. Después de esa decisión nos sentamos a descansar, aliviados de objetivos imposibles.
24 NOVIEMBRE 2006
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