Ayer vino a visitarme un amigo: hacía cuatro años que no nos veíamos. Vivimos a quince minutos o menos, en la misma ciudad. Gran alegría y después gran inquietud y algo de malestar: ¿cómo es posible entregar una amistad de muchos años al tiempo, al triste, cómodo y monocorde paso del tiempo? Llega un momento en que manda y lo arrasa todo: las vínculos, el gusto por ver a otras personas, el placer de hacer, la zozobra de las ilusiones. Todo. No queda nada; sólo la obsesión por entorpecedoras manías. O quizá no, tal vez es el sentido práctico: ya no queda mucho, luego sólo hay sitio para lo mío, sólo para lo mío; por insignificante que sea. Se fue; la visita duró sólo veinte minutos (le estaban esperando). Cuando nos despedimos, ambos sabíamos que tardaríamos en vernos mucho tiempo, demasiado, pero ya da igual….: otra vez el tiempo adueñándose de todo. Ya sólo puede ser así, cuando se han doblado muchas esquinas y hemos recogido lo que nos teníamos reservado. Antes, hace veinticinco años, nada era urgente y nada importaba, teníamos mucho espacio por delante, paisajes que mostrarnos y compartir e interrogantes que despejar. Mi amigo, que es un gran tipo, en nuestro breve encuentro, me contó algunas cosas que se me metieron dentro: habló de su estado de ánimo y de la decadencia de sus padres. Me gusta la gente cuando siente lo que dice porque también me hace sentir y porque me evita las sospechas (no soporto a los fantoches). Sí, es una lástima que ya casi nada sea posible.
18 MAYO 2007
© 1982 pepe fuentes