Luego, Siracusa (*), un ratito a la caída de la tarde. Sólo paseamos un poco por el puerto: nos paramos un momento e hice esta fotografía, con sombras, la inclusión fue intencionada, muy intencionada; además era el signo del día. Siempre me han gustado mucho las sombras en mis fotografías. Suele ser mi sombra o de alguien o algo que eche una mano en ese momento. Al incluirlas busco hacerme presente en «espíritu», -que las sombras fugaces e inaprensibles añadan misterio, subjetividad, en fin, propósitos artísticos a los que de vez en cuando soy vulnerable-. No, que va, todo eso sería letra gruesa, lo único que ocurre es que me encantan, y si es la mía, más todavía. Supongo que empezaron a gustarme cuando pensaba y manoseaba argumentos; ahora que se me han ido cayendo como el pelo, y ya sólo atiendo a impulsos que oscilan entre la pasión y la indiferencia, las sombras me siguen fascinando y no sé exactamente por qué.
(*) Lo poco que vi de Siracusa me atrajo, me pareció intuir que se trataba de una ciudad bellísima con un nombre también esplendoroso. Me hubiera gustado nacer o vivir en una ciudad con un nombre tan hermoso y en la que, al atardecer, con el mar a la espalda y la ciudad frente a mí, se produjeran unas sombras tan alargadas y melancólicas. Iría todas las tardes de sol a entristecerme un poco, como las sombras.