(dieciocho treinta horas). Llega mi amigo Manolo a ayudarme a trasladar datos del ordenador de aquí (el del estudio), al de allí (que no sé dónde está) y que luego permitirá ver lo que mandamos, a alguien que vive en la Patagonia. Es pura magia (en cierto modo nos parecemos a Ratzinger, que con su sola voluntad hace desaparecer lugares intangibles como el limbo). Cuando llegó, el umbral de luz bordeaba la nocturnidad. Tenía todas las luces del estudio encendidas; no estaba atentando contra el planeta, según se dice ahora, sino que en ese momento las necesitaba. Como los ventanales ocupan toda la fachada, mi amigo me dijo que bajara los estores, que se veía perfectamente el interior y a nosotros dentro. Le dije que no, que eso era precisamente lo que más me gustaba: tener la sensación de estar dentro y fuera a la vez; en el secreto del interior, pero con la visibilidad del exterior. Jugar al exhibicionismo, pero al calor de mis cosas intransferibles.
Lobo Antunes: «yo que tanto disfruto observando la calle, por la noche, las salas iluminadas, imaginándome allí dentro».