Trabajé diecinueve meses en una gestoría administrativa, mañana y tarde. Me mandaban a los recados, es decir, a llevar y traer papeles a los organismos públicos. Allí empecé a poner a prueba lo que era o no capaz de hacer, por cuenta ajena. El resultado no fue brillante precisamente, o al menos la percepción que tenía de mí mismo como gestor era decepcionante. Mis colegas, los chicos que como yo no habían conseguido conjugar verbos y que con mi misma edad hacían lo mismo, me parecían mucho más habilidosos con los papeles de traer y llevar. Empecé a ver el futuro bastante oscuro. Lo mejor de aquel trabajo era el sitio donde estaba ubicado: los ventanales daban a una de las calles principales de la ciudad, y los sábados por la tarde (los mejores momentos de la semana), me dedicaba a observar a las niñas internas de los colegios que salían a pasear. Elegía la que más me gustaba y luego, cuando salía, en torno a las siete, me dedicaba a buscarla por la calle de los paseos (de ida y vuelta), e intentaba vencer mi timidez y abordarla. En realidad, a mí, lo que más me ha gustado en la vida, mucho más que trabajar (eso sin duda), han sido las mujeres (desde pequeñito).