Se nos acabó la exposición de Goya y seguíamos sin perdernos de vista. Todavía dimos otra oportunidad al azar y nos adentramos en las salas de Velázquez; nos paramos en el centro de una, con cuadros de bufones a ambos lados. Nos miramos por última vez, debimos pensar al unísono que lo nuestro no podía funcionar y nos alejamos, olímpicamente, cada uno en una dirección. Estuvo bien el juego que establecimos: ninguno de los dos sabía de las intenciones del otro, pero sí que ninguno éramos inocentes.
15 JULIO 2008
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