De Madrid a Chicago. Tengo fiebre alta (39 grados centígrados). Para mí es muy alta; con esa temperatura mi estado de ánimo se sitúa en un abatimiento inconsolable: temo que ha llegado el final y siento ganas de despedirme del mundo. A mi izquierda, una adolescente o joven (no sé donde empieza o termina una cosa u otra). Tenía algo de sobrepeso estético (para mí): diez o quince kilos, más o menos. A mi derecha, una pareja de mediana edad (tampoco sé lo que es mediana edad; depende de quien lo considere, supongo). Estaban en la década de los cuarenta (parecía). El viaje duró ocho horas y media y no cruzaron palabra, que yo pudiera ver u oír. Sólo él, gordo y feo, le guiñó un ojo a ella, delgada y guapa, hacia la mitad del viaje. Ella, muy concentrada, leía un grueso libro de bolsillo: Los pilares de la tierra, de Ken Follet, un bestseller (según creo). Iba sentada a mi lado y a pesar de mi fiebre, acompañada de escalofríos y náuseas, pude comprobar como, antes de comer el vomitivo menú del vuelo, adoptaba una postura de recogimiento y oración (supongo, porque juntó las manos, cerró los ojos y aparentemente se concentró), aunque no sé si sería de agradecimiento por los alimentos con los que la compañía aérea atentaba contra nosotros, o lo que pedía era sobrevivir a ellos. Finalmente llegamos y fuera llovía.
2 OCTUBRE 2008
© 2008 pepe fuentes