Esta semana me ha dado por hablar por teléfono con viejos amigos (lo he hecho con dos y para mí es un prodigio). Las conversaciones duran, casi invariablemente, entre media y algo más de una hora. Con mi amiga H., que está postrada en el viejo Japón, la conversación es especialmente sentida y dolorosa. Ella se ha quedado en una oscuridad total; ni siquiera en una exasperante penumbra, sino en una ceguera absoluta; súbita, impredecible, de un día para otro, traicionera e injusta. Malditas sean las jugarretas del destino, estúpidas y brutales. H. me cuenta lentamente, con voz vibrante y emocionada, sus lentos progresos en su organización de la oscuridad. Ella está sola, afrontando valiente y animosamente su nueva vida, plagada de complicaciones sin solución. En cuanto a mí, la hecho de menos: a ella y a sus visitas habituales y cariñosas, durante años, a este diario. Cuando nos despedimos, deseándonos lo mejor, emocionados y tristes, me quedo un buen rato conmovido y sin saber que hacer o sentir.
18 NOVIEMBRE 2008
© 2006 pepe fuentes