Más teléfono: esta vez me ha llamado J.G., hemos hablado durante una hora y doce minutos. Fue un amigo de la adolescencia y primeros momentos de una juventud atribulada (la mía) y sin sustancia. Hemos estado en torno a treinta años sin vernos y ahora, después de un reencuentro inesperado hace un par de años, nos llamamos de vez en cuando, hablamos y hablamos; pero no compartimos casi nada, o sí, porque nos contamos cuestiones aparentemente importantes: la familia, cómo pasamos el tiempo, qué esperamos y que NO, del futuro inmediato. También nos ponemos de acuerdo en lo poco que sabemos de casi todo. Él todavía cree en el mundo y en las gentes y es capaz de movilizarse solidariamente por cuestiones diversas (me temo que su entusiasmo le llevaría hasta el ecologismo, por ejemplo). Le escucho perplejo y pienso que no tiene remedio. Yo menos. Colgamos. Me quedo un momento en suspenso y siento una aterradora extrañeza: somos personas apeadas del mundo que compartimos recuerdos remotos que ya no nos sirven de nada. Tardaremos en volver a llamarnos; no tenemos, ahora, nada real que intercambiar.
19 NOVIEMBRE 2008
© 2006 pepe fuentes