Observé con detenimiento su cara y mis sospechas se confirmaban, su carne parecía haberse ablandado, descolgándose un poco por lo bordes y contrayéndose al mismo tiempo, con lo que el conjunto era preocupante. La textura de su piel, con signos inequívocos de desgaste, no sugería ninguna posibilidad de mejora. En la breve conversación, me dijo que los encargos de obra plástica o cerámica que recibe los hace como le da la gana, que ya se lo puede permitir y que no está dispuesto a transigir con bobadas. Asentí encantado: caminaba, inesperadamente, al lado de todo un artista, y eso no es fácil que ocurra en la orilla solitaria de un río, una melancólica tarde de finales de enero en la que el sol no parecía seguro de sí mismo. Uno de los rasgos que más he apreciado siempre en P. es su capacidad para establecer una distancia de seguridad con los demás: sin ir más lejos, esa tarde habló conmigo lo justo, es decir, muy poco (se lo agradecí sinceramente), y cuando cubrió los diez minutos de cortesía dijo que se volvía (también se lo agradecí sinceramente, aunque no se lo dije; sobre todo por no tener que volver juntos, a ninguno de los dos nos hubiera divertido). Continué y para darle tiempo de ventaja, un poco más adelante, fotografié mi sombra.
3 ABRIL 2009
© 2009 pepe fuentes