Sus retratos son la columna vertebral de su obra. Las miradas de sus personajes; penetrantes, acuciantes, dramáticas, de una intensidad conmovedora y convulsa. Los retratos de García Alix no se parecen a ninguno: todos tienen la fuerza y el desgarro de almas que se asoman a los ojos y miran al fotógrafo exigiéndole que les de la vida. Su talento radica en que ha sabido transmitir al retratado que su vida depende de ambos, no sólo del veredicto del fotógrafo, sino también del valor del fotografiado; pero a cambio, para salvarlos, les exige todo: su alma y su confianza. No son actos inocentes con una cámara de por medio, sino un peligroso juego a vida o muerte. El tratamiento hiperrealista, que en cierto modo podría parecerse al de Diane Arbus, lo es sólo en apariencia porque existe una sustancial diferencia entre ambos: aunque conciban su obra con crudeza y pulcritud y los dos sean maliciosos (no hay verdadero retrato sin malicia por parte del fotógrafo, incluso crueldad), la mirada de Arbus es desde la piedad y el arte, y la de Alberto lo es desde la vida, su vida, colocada en la mesa de vivisección existencial.
El retrato es un enfrentamiento…
Ciertamente en la fotografía hay un elemento fatalista.
En cien años todos calvos. Quiero decir que una colección de retratados es una colección de futuros cadáveres.
Alberto García-Alix