Veintiuno de mayo, jueves, diez de la mañana:
Llevo dos días con La hermandad de la uva,
en las manos y ya sólo me queda
rematar un puñado de páginas.
Había leído algunas de las novelas
de John Fante, todas excelentes,
pero ésta última es algo más,
es sencillamente la mejor de todas.
Cualquier comentario que pueda hacer
sobre esta conmovedora
y crepuscular historia
me parecería ridículo;
sólo un pequeño párrafo,
para que no se me olvide
su lucidez y su fuerza:
«Era un grupito de jubilados que vivían del subsidio, gruñones, irascibles, amargados, viejos cabrones endurecidos, renegones y más bien mezquinos, que disfrutaban con su ingenio cruel, su iconoclastia y su camaradería. Allí no había filósofos, ningún venerable oráculo que hablara desde las profundidades de la experiencia vital. No eran más que ancianos matando el tiempo, esperando que se le acabase la cuerda al reloj. Mi padre era uno de ellos». John Fante