El lunes por la tarde once de mayo, salí con la cámara por mi ciudad. A medida que caminaba y me adentraba por las calles comprobé que me pesaban los pies. Caminaba lentamente. El ánimo también se arrastraba detrás de mí, sin ganas, y ni siquiera me daba sombra. Hice un ímprobo esfuerzo para no pararme indefinidamente e incorporarme a la decoración urbana como objeto indefinible. No lo hice porque seguro que me habrían retirado por la noche como un cachivache abandonado. Cerca del río vi unos gallos y gallinas y me dije: –los fotografiaré-, pero se escondieron a toda prisa. Desistí y seguí adelante. En el patio delantero de una sinagoga me senté a descansar. Dejé la cámara a mi lado. Llegó un numeroso grupo de turistas; uno de ellos, obeso y mayor, se quedó mirando la cámara, aparentemente con admiración: la miró desde todos lados y dijo unas palabras incomprensibles; me hizo un gesto de aprobación que agradecí con una leve sonrisa. Se marchó, yo también. Seguí caminando por calles y calles, pero no encontraba nada que me llamara la atención. Tampoco mi cabeza conseguía articular nada que pudiera parecerse a un pensamiento. Hice dos rollos (veinte tomas), simplemente porque sí: a veces tengo la sensación de que mi idiotez crece y crece, si eso es posible, porque espacio disponible ya no debe quedar mucho. Harto de deambular sin ganas volví a mi casa, dos o tres horas después. Una vez revelados los dos rollos, confirmé que diecinueve de las veinte tomas no valían absolutamente nada; aunque lo supe inmediatamente después de pulsar el disparador, e incluso antes. A todas las condenaré a perpetuidad al cajón de las fotografías inútiles, salvo a ésta, que fue la primera que realicé la tarde desganada. Por qué? quizá porque denota una atmósfera de frialdad inhóspita e inquietante. Es un pequeño y desapacible escenario en el que hay un banco en el que no apetece sentarse; su único sentido parece que sea rellenar el hueco del fondo. O tal vez todo lo contrario y pueda sugerir un espacio para el descanso meditativo y hasta poético. Es igual lo que la fotografía diga o no; a mi me gusta lo suficiente para salvarla. En cuanto a lo público: todo dependería de que la señalara alguien a quien se le escuche, o que yo emitiera en una longitud de onda grandiosa y universal. En fin, nunca se puede estar seguro de las razones del sí o del no.
2 JULIO 2009
© 2009 pepe fuentes