11 JULIO 2009

A las doce me dije: –ya está bien, retrasado, lárgate de una vez-. Me hice caso. Había hecho cinco rollos de Ilford FP4, expuestos a 200 ISO, con mi vieja Mamiya. Como tenía un día imperial me acerqué a El Escorial. Allí hacía el mismo frío. Rodeé el Monasterio, pero sólo fotografié un poquito. Tampoco me dieron ganas de entrar. La arquitectura del enorme edificio me decepcionó; la encontré anodina y pesada, sin misterio ni belleza. Sólo me atraían las filas de numerosas ventanas en perfecta y equidistante alineación; traté de imaginar lo que había detrás. Deseé poder entrar en esas estancias abandonadas, repletas de  polvorientos muebles; pero claro nunca te dejan ver lo vacío o cerrado, y a mi es lo único que me interesa de estos magnificentes lugares (y de otros también). Tampoco despertaron mi interés ni el de la cámara la gente que pululaba de un lado para otro: turistas mayores y niños de excursión. No, no había mujeres atractivas a las que admirar, así que me fui a tomar un menú a base de espaguetis y un «pincho moruno». La camarera tenía un cierto y lánguido atractivo, casi cubista; aunque algo pasada de maquillaje. Apenas sonrió cuando me sirvió, aunque procuré dirigirme a ella con un tono de voz cálido y sugerente, casi susurrante, pero nada; ¡qué le vamos a hacer!