Epílogo a la experiencia de fotografiar a mis amigos en la «habitación de retratar», primera parte (*).
Por fin llegó Luís y terminé los retratos de mis amigos. Han sido seis. Quizá podría haber incluido alguno más, pero ni uno menos. No, porque todos están en un mismo plano en la experiencia, el afecto y el recuerdo. También en el olvido, actitud y estado de ánimo que todos nosotros trabajamos con gran eficacia y rapidez. Tardaremos menos en desdibujarnos en el otro que lo que empleamos en construir nuestra amistad. Aunque permanezcamos en la memoria mutua y común, ya nada será real porque la historia ha terminado. Ahora sólo es tiempo de fabulaciones y mitos remotos de nuestra vieja historia común. De vez en cuando celebramos algunos encuentros desganados en los que únicamente buscamos la forma de abreviar el trance, porque ya no tenemos nada nuevo ni importante que decirnos: han desparecido los sueños y los deseos a compartir, y si los inventáramos sería inútil, porque ni siquiera nosotros nos los creeríamos. Es momento de coartadas, adormecimiento y desmemoria para no sentir el afilado estilete del tiempo sobre nuestras blandas carnes. Soy consciente que esto suena a despedida, aunque aún espero escribir el acto final y definitivo. Este gesto por mi parte, y por parte de ellos prestándose a la ceremonia fotográfica, quizá tenga que ver con la necesidad de recordar para así poder olvidar más serenamente. A partir de este tiempo, yo al menos, estoy obligado a concentrar todas mis fuerzas en poder seguir sosteniéndome. No puedo distraerme en nostálgicas reposiciones de lo ya vivido, porque serían cada vez peores; simples y patéticos remedos de lo que fue y ya no es. Malas imitaciones de nosotros mismos. Quedémonos con la imagen de lo que fuimos juntos, cuando aún todo era posible. Que reine el silencio sobre nosotros, porque las cosas importantes que teníamos que decirnos, ya nos las dijimos hace muchos años. Ahora, tenemos un trabajo titánico frente a nosotros: reconstruirnos para el último tramo de la travesía y para ello deberíamos dar media vuelta de tuerca e intentar empezar de nuevo, como si nada hubiera sucedido y el territorio vital por el que transitaremos en el tiempo que nos queda fuera inmaculado, terso, nuevo y estimulante; y eso supone que probablemente deberíamos olvidarnos los unos de los otros, a ver si conseguimos engañarnos seriamente y así ilusionarnos un poco.
P.S. «No hay que olvidar nada» Philip Roth. A partir de esta frase, que cierra su brillante y emotivo testimonio en Patrimonio, a mi se me ocurre que hay que recordar para poder olvidar; o que quizá recordar sea la redención para poder vivir la culpa con la que cargamos por tanto inevitable pero necesario olvido.
(*) Me gustaría escribir la segunda parte, que podría ser la reacción de mis amigos cuando les dé una copia de las fotos y la carta