Miércoles, tres de febrero. A las doce de la mañana, sin saber qué hacer, decidí dar una vuelta, con dos propósitos: ver que luz había en algunas calles y acercarme a la única librería de viejo que hay en la ciudad. La luz era previsible y anodina. Inservible. En las calles por las que he pasé, tampoco encontré nada interesante. En la librería, a la que hacía muchos años que no entraba, tampoco tenían lo que iba buscando. Sólo había un cliente que, precisamente era un antiguo compañero de trabajo (durante más de veinte años). Creo que en él se concentra el mayor número de rasgos característicos por molécula de la idiosincrasia de la ciudad (luego, puede que esté yo). Le saludé con ganas porque siempre le he apreciado. Tardó en reconocerme, tanto, que si no le hubiera dicho nada podría haber pasado desapercibido para él, a pesar de que éramos los dos únicos clientes de un espacio reducido. Nada más ubicarme en su indecisa memoria, pronunció alguna de sus típicas frases: -ya no conozco a nadie, ni siquiera yo me conozco- o -no soy un ratón de sacristía, sino de biblioteca- y cosas así, pretendidamente ocurrentes, de las que pareció sentirse satisfecho. Mi excompañero lleva toda su vida (ahora tiene setenta y tres años, según dijo), reuniendo una ingente biblioteca, fundamentalmente de ediciones antiguas y temas un tanto extravagantes. Mientras yo buscaba lo mío, le oí hablar con el librero de estudios y ediciones sobre minas de sal en Castilla, todas olvidadas ya (las minas y las ediciones). Él es así: un incansable detective (con lupa incluida) de lo concluido y olvidado. Personaje peculiar y algo excéntrico. También tremendamente moralista, aunque no católico (eso es lo que él se cree), sino librepensador, pero al modo del siglo XIX (época que conoce muy bien y de la que no creo que haya salido nunca). Me interesé sinceramente por cómo le iba en su vida. Me dijo que bien y añadió algunas de sus sempiternas coletillas (no parecía haber cambiado en nada, ni sobre nada). Él, sin embargo, no me preguntó. Podría tener una enfermedad mortal y quedarme un mes de vida, que a él le habría dado exactamente igual. Sus miles de libros no le han aportado ningún sentido de la cortesía, aunque sí, afortunadamente, desprecio por los convencionalismos. Bueno, no, ahora que recuerdo, lo único que me preguntó es si conservaba esta escultura de mi cabeza que me hizo hace veinticinco años (a cambio le hice unos retratos que me salieron espantosos). Le dije que sí, que la tenía en un sitio de honor en mi casa. Le gustó mi respuesta y siguió a lo suyo. Hay días que sería mejor no salir de casa.
18 FEBRERO 2010
© 2010 pepe fuentes