…»Breñosos, crudos, estériles, los cerros que ciñen a la ciudad…» José Ortega y Gasset. Hay una palabra que no entiendo de esta anotación del preclaro Ortega: «estériles«. Lo malo no es solamente la inclusión de la palabra, sino que además, más adelante, explica por qué, y sí, se trata de la acepción más inmediata -que no da fruto-:»…¿qué pueden producir? ¿Para qué sirven en el finalismo planetario? ¿Qué fruto puede llevar un paisaje así -circo de cerros- en torno a otro defendido por la hoz de un río de foso natural?». Claro que no da fruto; salvo bellotas, esparto, espárragos de monte, pequeños animales, y belleza, sobre todo belleza. No es preciso más. Lo magnífico de estos cerros es precisamente eso; su supuesta esterilidad. La ciudad nace de su seca infertilidad, de los «breñosos y crudos cerros» y no de la vega que, a la ribera del río, se extiende a lo largo de muchos kilómetros antes y después de llegar a la roca. Si los fundadores hubieran querido fertilidad, habrían hecho la ciudad un poco antes o un poco después. Es más ajustado hablar de paisaje bíblico y convulso como hizo Rilke. Esta ciudad siempre estará más cerca de la sensibilidad poética que de la ensayística o histórica; aunque ya sólo sea pasado. Como de la literaria, porque aquí nunca pasa nada desde hace siglos. Pérez Galdós, literato por encima de cualquier otra consideración y que pasaba temporadas en la ciudad, apenas situó ficción en ella, sólo dos novelas: El Audaz y otra de corte místico, Ángel Guerra, y algunas referencias de los Episodios Nacionales. Tuvo que ser otro amante de la ciudad, Luís Buñuel, quién se trajera aquí la adaptación de una de las novelas del escritor: Tristana. Magnífica película. Sólo que Galdós la situó en Madrid. Pero claro, Buñuel era un místico, además de un ferviente moralista católico; aunque se autodefiniera como ateo. Los más lúcidos creyentes suelen ser ateos…
3 MARZO 2010
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