…Me sentía bien caminando despacio, bajando y subiendo, salvando obstáculos y mirando el movimiento de las nubes. De vez en cuando me paraba, colocaba la vieja Mamiya sobre el trípode y componía, giraba lentamente la cámara a un lado y a otro y volvía a componer. Si me gustaba fotografiaba, si no guardaba la cámara y seguía avanzando entre esparto, maleza y piedras. Existe la tópica, limitada y previsible costumbre de fotografiar la ciudad desde fuera, sola, como si hubiera caído desde arriba súbitamente, sin más. No, la ciudad la ha concebido el paisaje, que también es parte de ella. Eso lo sabía muy bien El Greco. La tarde era espléndida, cambiante y cómplice con mis propósitos. Como decía Wilde: «la naturaleza imita al arte». Era exactamente lo que estaba ocurriendo: los efectos especiales atmosféricos imitaban a Rainer María Rilke, cuando contaba sus impresiones en su epistolario:
«Hoy se encapotó el cielo, e inmediatamente después del mediodía comenzó a llover; pero un viento helado interrumpió de pronto la lluvia, empujando las nubes y apelotonándolas en grandes masas hacia poniente en el momento en que estaba ya declinando el sol. Y lo que después se ofreció ante mis ojos en el curso de semejante escenografía, no puedo por menos de desear que se repita muchas veces. Yo me imagino las distintas formas que tiene que adoptar aquí la atmósfera para ponerse en armonía con la ciudad…