Diez de marzo, miércoles. Estoy algo desganado, lánguido, con la voluntad y los deseos narcotizados por un escepticismo tóxico y resistente a lo sabidos y animosos tratamientos del «hacer por hacer». Ayer, exactamente a las once cuarenta y cinco, recibí una llamada que me desagradó. A partir de ese momento, empecé a relacionarme mal con todo lo que me rodeaba. Intenté hacer algo para así distraer al mal espíritu, pero no tenía ganas y el tiempo empezó a escurrírseme entre las manos como una babosa infame. Ah, el tiempo, siempre intrigando y gangrenando el ánimo. Me dije: -en caso de que me suicide algún día, no lo haré por todas las llamadas ingratas que he recibido en mi vida, ni por la inmensa y vastísima extensión de tiempo perdido, sino por miedo a todas las que me están reservadas de aquí en adelante y por la inabarcable extensión de tiempo que aún perderé-. Leí un rato La máquina de languidecer, de Ángel Olgoso, seguramente por el título y porque es un excelente libro de relatos cortos, muy cortos, y muy intensos. Alta literatura, sin duda: «Cualquiera podría matar o morir por esa visión gloriosa, por esa plétora, por esa infinita cornucopia oculta en el silencio de las profundidades. Amontonadas escrupulosamente como lingotes idénticos, me esperaban, llenas de promesas, incólumes, las Horas Perdidas. Abrí la boca del saco». Ángel Olgoso
1 ABRIL 2010

© 2007 pepe fuentes