Cuando realizaba esta fotografía, en Turín, oí voces, gritos más bien, que se aproximaban. Miré a mi derecha y vi un hombre de mediana edad, pobremente vestido y con expresión trastornada. No podía entender lo que decía, pero comprobé con espanto que desde el fondo de la galería venía decidido hacía mí. Como sus gritos eran estentóreos y sobrecogedores, la gente que transitaba por la zona se paraba intimidada. Me pareció que mascullaba algo relativo a la fotografía. Por fin llegó donde me encontraba; se plantó frente a mí, desafiante, y me dirigió gritos ininteligibles, señalando la vieja cámara grande. Al parecer, ella, había provocado en él una excitación agresiva enloquecida. Algunos transeúntes se pararon alrededor nuestro. No supe qué hacer. Me quedé atónito frente a él, sin decir nada; mirando directamente a sus ojos extraviados. Creo que mi mirada directa y resuelta le asustó tanto como a mí la suya. Enmudeció y un silencio absoluto cayó sobre la galería y todos los que nos encontrábamos en ella. Paralizados todos, pasaron unos instantes que se hicieron interminables. El hombre alucinado y yo, quietos el uno frente al otro y los que se habían parado a mirar también. Entonces, y no sé por qué, como si de un desafío mortal se tratara, se me ocurrió levantar la cámara lentamente, sin dejar de mirarle, con la intención de fotografiarle a corta distancia. Él se percató de mi pretensión, se dio la vuelta y se alejó a toda prisa, corriendo casi, en silencio. Las personas que se quedaron a presenciar la escena también se desvanecieron sigilosamente.
30 OCTUBRE 2010
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