Después de escribir el texto de ayer, me di cuenta que había caído en una imperdonable contradicción (o a lo mejor no), porque claro, si hice fotografías de gentes tocando el tambor en Cuenca, me parezco a los antropólogos-fotógrafos que se van a tierras lejanas; sólo que yo, fotógrafo más pequeño (y apenas antropólogo), sólo llego a Cuenca. Creo que si fuera intelectualmente coherente (que no lo soy), tendría que haber modificado el texto o simplemente haberlo lanzado a la papelera. No lo hice porque me había quedado bastante bien y no se me ocurría otra cosa que escribir. Hoy le ha tocado el turno a otra epifanía, pero de otro carácter. En esta serie subyace la misma intención, o más bien placer, –fotografiar personas-, ejercicio con el que siento una especie de clímax que me transforma en un ser inmensamente feliz. «La alegría escasea tanto…» Michel Houellebecq. Por eso, todos los años (éste no pude), me acerco a Madrid a fotografiar a estas gentes aparentemente felices que bailan a pleno sol. El hecho de fotografiar ya es en sí mismo un momento excitante, y si además el pretexto es carnal, sensual, erótico, la celebración solar de la alegría de vivir es insuperable. Otra cosa (o quizá la misma, no sé), es conseguir que entre los haluros queden atrapadas las vibraciones sudorosas de los cuerpos y la música de los deseos y también, cómo no, la casi indefinible sustancia de los sueños nocturnos. La serie: -Las danzas virtuosas-