2 MARZO 2011

…Poco después de llegar al punto de partida de la visita, sentí una curiosa transformación en mi estado de ánimo y disposición: en vez de mirar lo que me rodeaba (el arte), que era a lo que me habían mandado, una poderosa e irresistible fuerza me empujo hacía dentro (de mí). Para tranquilizarme, me dije: -siempre te ofuscas cuando haces algo sin ganas, haz el favor de relajarte y disfrutar del arte-. Intenté ver y comprender lo que sucedía a mi alrededor, pero apenas si conseguía vislumbrar las formas de las obras y la gente que me rodeaba, sobre todo los galeristas, de aspecto tan interesante siempre. No veía a nadie y nadie me veía a mí. Caminaba y caminaba y nada: sólo sentía mis pies sobre el interesante suelo industrial (otros años fue una abominable moqueta), mis piernas al moverse, mi lenta respiración, la música del Ipod en mis orejas y la vieja cámara pequeña entre mis manos. En otros momentos, dejaba la cámara inerte colgando de mi cuello, metía mis manos en los bolsillos  y avanzaba con la mirada fija en un desenfocado punto lejano. En ocasiones, me paraba un buen rato, me dirigía una mirada de arriba abajo, levantaba lentamente la vista y seguía con mirada distraída a la gente que pasaba cadenciosamente de obra en obra. Hacía gestos con las manos, como por ejemplo juntarlas y quedarme pensativo.  De vez en cuando levantaba lentamente la cámara y fotografiaba algo que me hubiera llamado la atención. Era el colmo: levitaba en conexión mística con mi «ego». Realmente me estaba comportando como un perfecto idiota; pero no sabía por qué…