ZURRAQUÍN IV (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Avanzábamos lentamente. Llegamos a una bifurcación de caminos y nos sentamos un rato a sentir la tarde y el paisaje. Todo estaba saliendo como había deseado y percibía gozosamente todo lo que me rodeaba: la claridad y brillantez de la luz, a veces filtrada y matizada por unas nubes majestuosas y soberbias; los pequeños cerros que configuraban un paisaje ondulado de sugestivos lados ocultos; senderos entre tomillo, esparto y retamas, que invitaban a la exploración; pequeñas plantas florecidas; las sinuosas curvas de los caminos y sus encrucijadas; el aire primaveral, los olores y la multitud de conejos que correteaban entre las piedras. Todo, todo eso, en un silencio absoluto, hacía que esa tarde fuera la mejor posible para mí. La sensibilidad y receptividad extrema hacia el entorno que me rodeaba estaban estimuladas por la memoria y por la creencia, por fin después de tanto tiempo, de que mi infancia, a pesar del aislamiento en el que la viví, fue especial, propia y hermosamente intransferible. No se pareció a ninguna otra que yo conozca, y esa sensación, ahora, me resulta imprescindible, porque asumirla me permite que todo adquiera algo de sentido. Quiero creer…
22 JUNIO 2011
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