ZURRAQUÍN VII (o las fotografías que se revelaron tan oscuras e inciertas como los recuerdos). Cuando dimos la vuelta a la esquina de la casa para acercarnos a la puerta, vi a un anciano, de pie, absorto, mirando la parte alta de la fachada. -Buenas tardes– le dije, y me acerqué animadamente para presentarme (aún no sabía si se trataba del «hombre» que había dicho Nerdo). Le expliqué cuál era el motivo de la visita y que habíamos ido a ver la casa. El anciano dijo llamarse Agustín y se mostró muy acogedor y ceremonioso. Enseguida comenzó a contar hechos de su vida y su relación intermitente con la finca a lo largo de muchos años (tenía ochenta y ocho, según nos dijo). Desde donde estábamos, cerca de la puerta de la casa, se oían gritos desabridos e ininteligibles que salían del interior. Como mínimo debían ser dos hombres. Las voces intimidaban por su acritud y brutalidad. La situación no pintaba bien. Agustín nos dijo que estaban jugando una partida de cartas. Nada de lo que había alrededor, ni la casa, muy deteriorada, resultaba tranquilizador. Procuré establecer la máxima cordialidad con Agustín, interesándome por su vida. Lo que realmente quería era entrar en la casa, aunque las voces destempladas continuaban y sospeché que no lo conseguiría. Por fin él entró y dijo a los gritadores que estábamos allí, interesándonos por cuestiones que tenían que ver con la finca. La contestación de uno de ellos, en el mismo tono gritón y desentonado, fue: -nosotros no sabemos nada, somos forasteros, que vayan a la casa grande. Que se vayan, no queremos ver a nadie-. No había lugar para la duda, había que irse o podíamos tener problemas. En vez de insistir y enfrentar la actitud de los destemplados jugadores que oía, justamente, en la habitación donde dormía de niño, cobardemente, preferí esperar un poco por si salían y conseguía hablar con ellos…
25 JUNIO 2011
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