…Y en ese momento, cuando ya nada exista: material, ni piezas de sustitución para mi RB67, ni fuerzas, ni ganas para seguir cargando con mi pesada maleta, haré, si es que llego a la edad de mi abuelo Salvador (ochenta y siete años), lo que hacía él: deambular abstraído por la ciudad. Fue sordo casi toda su vida, y eso le encerraba aún más en sí mismo. Como vivimos durante mucho tiempo en la misma ciudad, a veces, me lo encontraba solo, silencioso y dentro de sí mismo por cualquier calle. Cuando nos encontrábamos de frente nos parábamos y le preguntaba: ¿abuelo, dónde vas? -a dar una vuelta-, me contestaba él, y cada uno seguía su camino. A veces no me veía y yo observaba desde lejos cómo avanzaba lentamente, con las manos a la espalda, hasta que doblaba una esquina por la que se perdía. Nunca pensé en él especialmente y ni mucho menos reflexioné en cómo había sido su vida. No sé si le quise realmente y tampoco si él me quiso a mí. Eso me hace pensar ahora que nunca he llegado a ser mejor que él en nada. Como mucho igual, y lo único que realmente nos diferencia es el tiempo donde han transcurrido nuestras vidas. Sólo eso y la utilidad que hemos dado a las talegas. Yo hago fotografías y él no hizo nunca ninguna; pero yo nunca he sabido manejar ni un arado ni una hoz. Él nunca tuvo amigos y, todo el mundo que le conocía le trataba estúpidamente, con una cierta conmiseración, hasta yo mismo lo hacía. Sin embargo, yo he tenido unos pocos amigos (creo), aunque ahora nos dediquemos a olvidarnos con tesón. Sólo mi madre, un espíritu grande y generoso, le prestó atención y, durante bastantes años al final de su vida, lo cuido y lo trató con respeto y consideración. Esta es una de las fotografías que realicé en París (mañana habrá otra), al atardecer del nueve de Agosto, en las inmediaciones del Museo del Louvre…
29 SEPTIEMBRE 2011
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