19 ENERO 2012

…Viernes, treinta: llegamos al hospital, a la habitación quinientos cuarenta y dos, a primera hora de la mañana. Durante la noche le había acompañado su mujer. Su estado no había cambiado en los dos últimos días: respiración débil e inconsciencia absoluta. Silencio, sólo silencio. De ese sopor profundo ya no volvía. Me pregunté si en su sueño aparecerían fragmentos de su vida, miedos, o un vértigo sobrecogedor ante la visión de la sima donde caía interminablemente. O tal vez, la oscuridad de su inconsciencia, estaba habitada por sueños, sueños que se arremolinaban y le sumían en una confusión que le transportaba dulcemente al otro lado.  A lo largo de la mañana se mantuvieron a su lado, su mujer, y dos de sus hijos. A las catorce treinta llegaron las dos doctoras que le visitaban diariamente durante unos minutos. Las cinco personas rodearon su cama y le miraron atentamente. En ese preciso instante, cuando todas las miradas observaban sobrecogidas la inmensa distancia a la que ya se encontraba, sucedió; serenamente, dejó de respirar. Del sueño poblado de sueños, al sueño vacío, sin retorno. Suavemente. El larguísimo viaje había terminado. Murió, despacio, casi imperceptiblemente…