Lunes, veintidós de Abril. He terminado el libro de Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo (uno de los que compré a primeros del mes de Abril). Había leído dos o tres referencias y críticas sobre esta obra, todas extraordinariamente elogiosas, y me las creí. Además, hacía sólo dos meses que había releído emocionado La lluvia amarilla, que volvió a parecerme una formidable novela. Han pasado veinticinco años entre una y otra, y ambas, como telón de fondo, hablan del paso del tiempo. Decepcionantemente, Llamazares, hace veinticinco años, cuando aún no debía sentir tan dolorosamente esas sensaciones de acabamiento y finitud de lo que nos ha sido dado, fue infinitamente más lúcido, poético y genial que en esta última. En las lágrimas de San Lorenzo (fenómeno de lluvia de estrellas que, curiosamente, hasta después de avanzada la novela, no caí tiene lugar en la noche en que nací yo, una estrella caída más, me dije), Llamazares sólo balbucea un repetido sentimiento de culpa por el alejamiento durante años de su hijo. Es la novela de un hombre de anhelada y modélica paternidad frustrada. Un lugar común escasamente interesante. Por si fuera poco, cuando su hijo le acorrala y le da la oportunidad de portarse con honor y verdad, miente y huye cobarde y mezquinamente. Ni siquiera la culpa le hace ser grande y generoso. Por lo demás, el sabido advenimiento de la flacidez de la carne, nada del otro mundo. Sí ya sé, el paso del tiempo y la ineludible decadencia es un tema siempre agradecido y resultón, tanto, que yo lo utilizo constantemente en este diario; pero claro, yo, talento y propósito de escritor, apenas, luego no me queda otra que aferrarme a mis elementales sensaciones (pero, para ese recado no se necesitan alforjas, o escribir nada menos que una novela). Insisto, a pesar de la opinión de todos los críticos del mundo, esta novela de Llamazares, o más bien rememoración aparentemente novelada, me ha parecido corta de vuelo y previsible. Dicho queda.
18 MAYO 2013
© 1981 pepe fuentes