Ocho de septiembre: a las cuatro y cuarto de la tarde me convoqué a mí mismo como ciudadano modelo asistiendo discreta y calladamente a la exposición: El Greco arte y oficio, en el Museo principal de la ciudad. Cuando llegué a la puerta mostré la invitación a una mujer madura de uniforme que me sonrió como si me conociera; no la devolví la sonrisa. Ya nada es como antes. Unos días antes recibí una invitación (no personalizada) para la tarde anterior al inicio formal del evento. Me resultó curioso sobre todo porque la invitación la cursaban tres importantes prebostes del asunto (figuraba además de nuestra presidenta del territorio, hasta el ministro de cultura y deportes del país). –Debe ser un error o bien que han tirado de guía telefónica -me dije-. Bueno, el caso es que fui, sobre todo para ver cómo eran los conciudadanos invitados, y si eran muchos y en qué podíamos parecernos. Y sí, había muchos, una barbaridad; la exposición estaba llena de gentes vagamente conocidas. Hasta un ex alcalde, al borde de la senectud, se mantenía gallardamente de pie rodeado de oyentes. Es un tipo aficionado a dar charlas sobre cualquier tema en cualquier sitio, porque siempre que le veo: plazas, calles, parques y salones (a esos que no me invitan nunca) es él quien habla y todos, ordenados en círculo, escuchan (cual Sócrates redivivo). Esa tarde, cuando me acercaba a su grupo, me quité mi Ipod (escuchaba a Erik Satie, muy apropiado para ver pintura de El Greco, me parecía, aunque los jefes de los eventos preferían a Mozart, que tampoco me parecía mal) para oír lo que el sofista ex alcalde decía y sí, disertaba sobre valores, concretamente sobre el poder que ejercen los políticos con poder, naturalmente, lo que no me pareció muy inspirado; más bien sonaba a insulsa combinación de obviedades y lugares comunes. Opté, en vez de quedarme a escucharle respetuosamente junto a los demás, por volver a Satie y a El Greco. La exposición bien, con algún reparo que ya estaba sospechosamente implícito en el título: mucha obra de taller, réplicas y pintores de la época y de la ciudad (mediocres todos). Aunque había algunos Grecos espléndidos, la exposición estaba sensiblemente por debajo de la anterior y principal. Se notaba demasiado la estructura socio económica de la época y eso me interesó poco. En cuanto a mis conciudadanos, casi todos éramos viejos, así que pensé que más que de la guía telefónica habían tirado de la lista de jubilados y desocupados para hacer bulto. Y sí, todos nos parecíamos bastante: éramos una prolija muestra de seres desvaídos, macilentos y renqueantes, todos acabados ya ¡Hasta curas había! Ah, y no había artistas, porque a esa rara especie en la ciudad la tengo controlada. El caso es que estuve hasta las cinco y media y me largué porque empezaba a temer que tendría que saludar a alguien y maldita la gracia que me hacía. Al salir volví a ver a la mujer de uniforme, y sí, era contemporánea mía. La conozco desde hace muchos años, aunque nunca tuvimos relación. A principios de los ochenta coincidíamos en bares de copas en la ciudad, y en aquel momento era una mujer con un cuerpo de curvas vertiginosas (un amigo tan lujurioso y goloso como yo decía de ella que era como un tubo de dentífrico apretado por la mitad). Ligaba muchísimo, creo recordar, o así la idealizaba yo porque me hubiera encantado ser uno de sus objetos de deseo; pero no me miró nunca, que yo supiera. Quizá me pase un poco si afirmo que ahora sería al revés, así que la visita a la exposición me sirvió, sobre todo, para saldar ideal, inútil y tontamente una vieja cuenta.
16 OCTUBRE 2014
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