HISTORIAS DE UN HOMBRE SIN HISTORIA. Universo gasterópodo V:
Había colocado los espacios de expresión gasterópoda en vertical y estos seres, instintivamente, subían a gran velocidad hacia arriba y, desconsiderada e irresponsablemente rebasaban los límites físicos y estéticos que yo, ingenuamente, les había marcado. No sabía de sus instintos de superación vertical. Había supuesto que optarían por cualquier lado, pero no, ellos hacia arriba, siempre, por alguna razón que se me escapaba. Deduje que al fin y al cabo era una decente y corriente aspiración, comprensible y natural en los seres vivos que aún creen que es posible dar alguna dirección esperanzada y sensata a su vida, que todavía no han llegado ni tan siquiera a sospechar el aciago e ineludible sinsentido de ascender y ascender, maniáticamente, para luego, indefectiblemente, caer y caer. El inesperado problema con el que se habían encontrado esa tarde los dichosos caracoles es que yo, pérfidamente, les había puesto la vida difícil, los maltrataba a ellos para salvarme yo, o al menos eso parecía. Y claro, sufrían del absurdo del «arte» (del mío, que no, que no lo es, que solo son amagos inocuos de daño a la ominosa realidad) y a veces se caían estrepitosamente, se ofuscaban y reactivamente se escondían en su refugio, acobardados y enfadados. Vaya, me dije, tampoco es para que se pongan así, su falta de pericia en el ascenso existencial les frustra y de paso a mí, que entendía que mi propósito, mi farsa, mi mojiganga del día se estaba malogrando. Para recuperar su agotamiento y engañar sus instintos saboteadores les dejaba en remojo un rato para reponer sus babosos fluidos y animarlos a seguir, porque, además, me había percatado de que lo que más les excitaba era intentar largarse del recipiente de plástico (tuve que taponarlo). Cuando estaban en pleno apogeo escalador, subiendo y subiendo hacia la nada, les devolvía a su papel artístico; pero eso, a las alturas de la tarde que estábamos (ya eran las siete) les irritaba, se retraían y encerraban en sus conchas, reactivos y antipáticos, absentistas e inmanejables. A medida que la tarde avanzaba cundió el desánimo y la pasividad en ellos. Ya parecían haber entendido mi despropósito y no, no estaban por colaborar, decididamente optaron por sabotearme. -Que le den a este tío, si no sabe qué hacer con su vida no puede utilizarnos como extras de su desvarío-, parecía que me espetaban con sus gestos reactivos. Quizá tenía que haberles explicado previamente la transcendencia de la aportación creativa que les había reservado, para la que les había elegido a ellos y solo a ellos. También tenía que haberles dicho que con un pequeño esfuerzo por su parte y gracias a mi generosa voluntad, tal vez, podrían traspasar los límites naturales de su tiempo y perdurar en la originalísima y necesaria historia del absurdo. Es más, y en el colmo de la azarosa fortuna, permanecer eternamente fijados en una de mis hermosas fotografías, en las paredes de algún museo de barrio…
29 NOVIEMBRE 2014
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