…Unas horas más tarde, a las once y veinte minutos de la mañana, llamé a su puerta, me abrió Tete y nos dimos un afectuoso abrazo; después Manolo; también nos dimos otro, largo y emotivo, con el que, probablemente, pretendíamos cubrir la distancia de tantos años de silencio. Lo primero que me llamó la atención fue el paso de los años por su rostro y su cuerpo; han sido muchos pero a pesar de tantos el estrago no había sido devastador y aún mantenía la misma orgullosa compostura. Un perrito espurio y deslucido ladraba inquieto y defensivo a mi alrededor. Me extrañaba. La belleza o fealdad de los perros es engañosa, es más, probablemente es inversa: los feos son bonitos y los bonitos, no tanto, por «puros» y engreídos. Entramos en la casa y nos sentamos en una mesa redonda amplia, desahogada. Manolo a mi derecha y Tete a mi izquierda. Llegó el momento de comenzar a charlar y la situación resultó asombrosamente fácil. Retomamos, con naturalidad, las conversaciones que teníamos hace más de treinta años, a comienzos de los ochenta. No, no nos sentíamos extraños. Hicimos un resumen de lo que habían sido nuestras vidas durante tanto tiempo de desatención mutua. Cómo habían sido estos últimos tiempos para nuestras respectivas familias, y para nosotros, naturalmente: los tropiezos de salud, el estado de ánimo actual, los aciertos y fracasos y algunas cosas más… Como reza una cita anónima recogida por el maestro Vila Matas: «El pasado infinito nos penetra y se desvanece. Solo que, dentro de él, en algún sitio, como diamantes, existen fragmentos que se niegan a consumirse. Cribándolos, si uno se atreve, y recopilándolos, se descubre el dibujo verdadero».
16 DICIEMBRE 2014
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