10 ABRIL 2015

…Este año, el tres de abril, cinco años después, a las cinco y media de la mañana, salí hacia Cuenca, al asunto del tambor. Una visita cada cinco años, por lo que ya no me tocará hasta dos mil veinte (aunque no creo que repita, pero eso nunca lo puedo asegurar). Llegué sin novedad, a las siete y media; lo primero que me encontré fue la procesión que tocaba a esa hora y la gente alrededor. La transustanciación de la madera policromada en espíritu divino me es ajena, nunca he conseguido sentir nada ante ese insondable misterio; es más, me parece una creencia absurda, sin sentido. Me interesa infinitamente más la ciudad en sí, bellísima,y que pilla a trasmano de cualquier parte; y el movimiento de sus gentes, sus cosas, su manera de entender y expresar algo que no estoy capacitado para sentir e interpretar. O quizá solo sea porque me gusta componer en mi visor imágenes con caras de personas lo suficientemente cerca como para hacerme la ilusión de entender o descubrir. Seguramente, todo el mundo entienda lo que pasa allí menos yo. Lo único que me exime un poco, quizá, es que soy extraño en ese lugar. Me subí en un murete para fotografiar y se acercó a mí un chico muy joven, con su túnica, su tambor y su corrector dental, a contarme lo entusiasmado y orgulloso que se sentía de ser partícipe de la rítmica y animada representación. También me dijo que lo que estaba ocurriendo en ese momento en la ciudad era una fiesta única en el mundo. No le dije nada, me limité a sonreír levemente, abrumado por su entusiasmada fe…