El otro día, de madrugada, volvíamos de Madrid a gran velocidad; supongo, porque no fui consciente. De pronto, unas luces intermitentes azules se situaron intimidatorias justo en la trasera de nuestro coche. Deduje sin apenas esfuerzo que algo pasaba: la policía nos estaba persiguiendo, como en las pelis. Me desvié al arcén y paré. Me dije: -nos va a caer una buena-. Esperé a que llegara el guardia aparentando tranquila inocencia, como también he visto hacer en las películas de buenos y malos. Me dirigió a la cara la luz de una linterna y me pidió la documentación, que le di inmediatamente, claro. Me informó que habíamos adelantado a su coche, que al parecer circulaba a ciento cincuenta, a una velocidad que hizo que nos perdiéramos vertiginosamente. Eso, al parecer, les había enfadado y decidieron perseguirnos, por si éramos delincuentes huyendo de algún nefando delito -según dijo, también-. En la otra ventanilla, el otro, que parecía el poli malo, dirigía su linterna a Naty. El asunto se estaba poniendo muy feo. Yo les dije que sí, que probablemente íbamos a más velocidad de la permitida, pero que no sabía a cuánto. Era verdad. Pensé que una estúpida polémica con los guardias sobre más o menos kilómetros por hora no conduciría a nada, excepto a irritarles inútilmente; además de que a esas horas no me sentía capaz de polemizar con gentes uniformadas cargadas de razones y pistolas. Tardaron unos minutos en hacer comprobaciones o lo que tuvieran que hacer. A esas alturas ya nos habíamos enterado de que cuando los adelantamos no tenían activado el radar, lo que nos daba un cierto margen de maniobra. Volvió el que parecía el jefe y me dijo muy severo: -usted iba a una velocidad que está por encima de la falta, luego es un delito sancionado con mil euros, seis puntos y probablemente cárcel-. Me impresionó su capacidad de síntesis y contundencia en la sentencia. Dadas las circunstancias cualquier discusión era inútil y contraproducente, seguro; y tampoco, por nada del mundo, iba a rogarle que no tuviera en cuenta el presunto delito. Me limité a contestarle -tiene usted razón, iba a más velocidad de la permitida, hagan lo que tengan que hacer-. Con un tono de categórica suficiencia dijo que me salvaba mi sinceridad, que nos marcháramos y que no volviera a hacer algo parecido. En realidad lo único que nos salvó fue que no podían determinar exactamente nuestra velocidad, luego la calificación de delito sería completamente especulativa e incierta. Corría yo tanto como les pareció a ellos, e incluso a mí (Naty dormía plácidamente mientras al parecer yo delinquía), o tuvieron una alucinación, o tal vez una corazonada? Circulaban ellos a la velocidad que dijeron o iban más despacio por lo que la apreciación de la mía les pareció peligrosamente alta? Nunca se sabrá. Me parece que todos jugamos a las mentiras de madrugada; pero eso sí, nos tratamos mutuamente circunspecta y respetuosamente, como no podía ser de otro modo entre gentes de orden. Respiré aliviado y les di mis más sentidas gracias.
14 JUNIO 2015
© 2006 pepe fuentes