…Y la segunda, la real, plena de texturas pasionales, de sudor, risas, deseos y carne, mucha carne, a raudales. También tendrá sus miserias, cómo no, como todo lo que tiene que ver con lo humano; pero al menos ésta tiene dimensiones perceptibles de tiempo y espacio. Y su sustancia se puede tocar, chupar y hasta lamer. La fiesta de la carne tiene olor y sabor. La otra, la del espíritu, también tiene olor, pero a incienso y a fría oquedad; y por lo que yo puedo recordar es insípida. Sus hostias no sabían a nada y eran pegajosas hasta la exasperación (no había modo de despegarlas del paladar, y encima estaba prohibido masticarlas porque con lo de la transustanciación se habría parecido a un acto caníbal). Hay que ser retorcido para inventarse un ritual que consiste en comerse el cuerpo y beberse la sangre del Dios al que adoran, aunque eso sí, transustanciado, para disimular y eludir culpas. Puro truco. A ver si va a resultar que son unos auténticos bárbaros, primarios hedonistas, gentes muy heavies a las que yo no he pillado su «rollito» salvaje. Ambas festividades recurren al Amor; los unos, los «buenos», lo concretan juntando las manos, cerrando los ojos y concentrándose en el infinito, es decir, en la nada; y los otros, también buenos, desnudándose, bailando, bebiendo, jugando, seduciéndose y sodomizándose. Sin sombra de duda me suena mucho mejor la música de los segundos; al menos estos ni condenan ni se comen a nadie…
5 AGOSTO 2015
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