SOBRE EL CONFORMISMO Y EL PLACER EN LA MUY MADURA EDAD I: El mes pasado, una tarde noche cenamos en familia. Estas cenas son muy escasas (dos o tres al año), breves y ligeras como la propia familia, que es corta, como yo la he querido, luego eso me ha salido aceptablemente. Nos llevamos bastante bien y nos queremos. La razón de que cenemos juntos tan pocas veces es que vivimos a siete mil kilómetros unos de otros. Bien, nos encontrábamos en un restaurante al aire libre y distendidamente comenté: -creo que he bajado un escalón en energía y ganas-, y no lo dije para hacerme notar o para que me prestaran atención compasiva; no que va, lo hice por hablar de algo que tuviera que ver con nuestras vidas. Como no parecía que mi corta familia: Gabriel, Jackie, Naty y las niñas Lucía y Emma (ellas no creo que prestaran atención a la confidencia) protestara, que es lo que suele ocurrir en estos casos, me animé y continué diciendo que -ya no me quedaba nada por hacer, solo esperar-. La confesión, absolutamente innecesaria por otro lado (de las de cortar el rollo), había aumentado los decibelios de la afectuosa y tranquila reunión. Fue como escribir con mayúsculas, gritar, un chirrido desagradable, y claro, eso no gusta nunca, ni siquiera a la gente propia. Mi hijo me contestó, sabiamente desde luego, que no me hiciera líos, que lo que me quedaba era disfrutar de la vida. Nada menos. Claro, tenía razón, pero su propuesta es imposible porque desborda ampliamente mis facultades. No me atreví a contestarle que yo no tenía ni la más remota idea de cómo coño se hacía eso (aunque, ahora que lo pienso, quizá es lo único que he hecho siempre, pero eso nunca lo reconoceré). Cambiamos de tema…
7 AGOSTO 2015
© 1980 pepe fuentes