De vez en cuando me acerco a visitar los restos del naufragio de Antonio Balmaseda, en la misma orilla del rio. Me gusta bajar hasta el límite, al pie de la misteriosa montaña. Aunque aquí se la conoce solo como cerro, si te caes desde lo más alto precipitándote por la vertiginosa pared vertical de piedra, mueres seguro, así que para mí alcanza la categoría de montaña y además impresionante, mistérica, sombría. Me siento bien en ese lugar, contemplando cómo la ciudad trepa cuesta arriba, sobre mi cabeza, protegido por la barrera natural del agua que baja despacio. Nuestro Caronte local hacía la travesía subiendo río arriba, remando duramente hasta la mitad del cauce, para luego dejarse caer a favor de corriente moviendo lo remos ligeramente para hacerla llegar hasta el pretil de desembarco y atraque. De aquella época han quedado dos construcciones de piedra que fueron su hábitat, separadas la una de la otra por veinte o treinta metros. En una de ellas, la más cercana al agua, tenía la fragua y en la otra medio vivía. Balmaseda trabajaba duramente golpeando infatigablemente hierros candentes con los que fraguaba su vida y su leyenda. Le fotografié hace treinta y un años. Le recuerdo como un hombre nervioso, siempre activo, siempre ideando nuevas obras a las que daba forma abruptamente. Sus obras carecían de sutileza pero rebosaban instinto, fuerza y textura dramática. Eran una perfecta mezcla de aspereza brutal y contundencia expresiva. A veces le veo por la calle, de lejos…
18 OCTUBRE 2015
© 2006 pepe fuentes