LAS ENFERMEDADES DE CHARLIE BROWN VI. A estas alturas del viaje a ninguna parte, ya no es que me considerara el tío más tonto del mundo, en eso nunca me equivoco, sino que mi habitualmente maltrecha autoestima me había abandonado sin piedad, una vez más. A la una y media decidí iniciar el camino de vuelta, maldiciéndome y lamentando que Charlie Brown podía estar cuatro días enfermo, con dolores y sin diagnóstico ni tratamiento. Además me sentía asustado de mí mismo (no entendía cómo podía llegar tan lejos en mi incompetencia, era inaudito). Por si fuera poco, Naty me había advertido en una de las llamadas que cruzamos: -solo tienes una solución a tú absurdo problema, y es encontrar ese maldito sitio, y no se te ocurra volver sin haberlo conseguido-. Ante ese insuperable imperativo, solo pude hacer una cosa: colgarle el teléfono. A veces uno tiene que reaccionar y defenderse sin más remedio, aunque no quiera. Me habían dado como hora máxima de entrada en la clínica las dos y para eso faltaba media hora. A lo largo de la mañana había ido pendiente de localizar un taxi en alguna de las ciudades por las que pasé una y otra vez como un zombi retrasado (Leganés y Fuenlabrada), del que servirme para llegar, pero nada, no vi ninguno. Entonces, sin pretenderlo, llegué a un Hospital en Getafe; enseguida me puse en marcha y fui en busca de un taxista que me ayudara. Monté un gabinete de crisis con tres taxistas. Ellos estudiaron la situación ayudados de sus infalibles aparatitos (GPS y Tablets) y de especulaciones contradictorias de dónde podía estar el fantasmal sitio; uno de ellos dijo que sí, que podría llevarme hasta allí. Amablemente me dijeron, quizá para confortarme, que el problema consistía en que era una calle nueva que aún no estaba identificada en el satélite -ahora, sin satélite, no somos nada, todo el mundo se pierde sin remisión- me dije consoladoramente. Después de acordar una señal, a las dos menos cuarto parábamos en la calle Galileo, donde ya había estado a las diez y cuarto y después a las doce. El tipo me dice que esa es la calle. Le contesto: -no tío, no, en esta calle ya he estado dos veces y aquí no es-. El taxista vuelve a mirar sus aparatitos (Tablet y GPS) y por fin me dice que puede llegar al sitio que busco (el satélite había enviado una señal amiga, al parecer). Le preguntó cuánto tardaríamos y me contesta que su prodigioso instrumental le informa que doce minutos, justo los que faltaban para las dos. Le animo a que lo intentemos y nos ponemos en marcha. Con lo que no contábamos era con las retenciones que había en la entrada a una autovía. El tecnológico y animoso taxista además, era un valiente que se metió por el arcén a gran velocidad, y yo detrás. Los de la caravana nos pitaban enfurecidos. El taxista volvió a equivocarse pero enseguida retomó la buena dirección. A las dos en punto parábamos en la puerta de la clínica con chirriar de frenos. Le pagué la diferencia y me dijo: ha estado bien ¡¡¡menuda aventura!!! Sin embargo no me rebajó nada de los veinte euros que me cobró por el viaje más emocionante que tendría ese día…
21 DICIEMBRE 2015
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