WIFREDO LAM (Museo Reina Sofía, catorce de mayo). La mejor disposición nos acompañaba. Y sí, las primeras salas de la exposición respondieron plenamente a las expectativas que habíamos traído desde tan lejos y tan temprano. En esas salas habían colgado obras emocionantes, vibrantes de tensión y equilibrio expresivo. Resonaban como golpes de tambor, o más bien secos puñetazos; figuraciones sencillas, directas, de una concepción bellísima y atávica expresividad. Esas obras estaban impregnadas de una cierta sequedad ibérica y correspondían a la etapa española de Lam y comienzo de su larga carrera (me entusiasmó una panorámica de Cuenca, plena de proyecciones sombrías, como la ciudad). Luego, un destilado de las influencias de las vanguardias europeas que recibió directamente cuando se trasladó a París y especialmente de Picasso y los surrealistas (tuvo mucha relación con Breton). Época referencial y de gran fuerza expresiva sobre la que pivota toda su obra posterior, me parece. Más adelante, el grueso de la exposición, que corresponde a su etapa caribeña, solo una década, pero que supone un reencuentro muy determinante con sus orígenes y su más auténtica concepción plástica y filosófica. Parece que desde siempre llevó consigo esa paleta. Su discurso se hace más complejo, pero también más confuso, me parece, porque introduce demasiados elementos: un destilado de sus influencias europeas, aderezadas con un cierto orfismo y colorismo caribeño. Esa especie de exuberancia transcultural se manifiesta y concreta en composiciones de un antropocentrismo esotérico, o algo así. Sí, en ese preciso instante, hacia la mitad del itinerario, habíamos llegado al núcleo central de la obra de Lam o, al menos, de la que ofrecía el Reina Sofía (en el pequeño y escaso folleto que ofrece el museo, no dan cuenta de quién escribe la presentación y en el colmo del desprecio a los visitantes, ni siquiera quién comisariaba la muestra). El caso es que ese profuso apartado enseguida comenzó a parecerme de un esoterismo intelectualizado y árido, y salvo con algunas excepciones, retórico y reiterativo. Me fatigó tanto «irrealismo» mágico, por llamarlo de algún modo. El resultado final de la experiencia fue que pasé de un entusiasmo exultante a una frialdad cansina, casi a un –y esto cuando se acaba-. No obstante, mereció la pena el viaje, sí, porque estamos hablando de uno de los grandes artistas plásticos del siglo XX, y a fin de cuentas el museo había preparado una excelente muestra, a pesar de algunas inexplicables omisiones sin demasiada importancia.
5 JUNIO 2016
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