ESTUVE EN LA CIUDAD, EN LA MAGNA PROCESIÓN (el veintiséis de mayo). Naty y yo nos acercamos a la fiesta mayor del año. Llevábamos las cámaras y un trípode (quería probar a mantener el punto de vista de la vieja cámara grande fijo). Es una fiesta de sentido religioso y se representa la exaltación de no sé qué creencia católica. La escenificación consiste en que el Cuerpo (no sé si también la sangre) de Cristo (Corpus Christi) está presente «realmente», según dicen, en la hostia consagrada y esta, a su vez, guardada en una joya de orfebrería, a la que denominan custodia que es paseada por los creyentes, profesionales y amateurs, a lo largo de un itinerario de calles de la ciudad. El itinerario está decorado con motivos eucarísticos, flores, pendones, mantos, tapices y todo tipo de utilería popular. Toda la representación y desfile tiene lugar bajo toldos, para que el misterio andante no resulte profanado por el sol, supongo. Una especie de palio fijo. En realidad no sé muy bien si los acogedores toldos son para proteger el misterio del agobiante sol o para que los procesionarios vayan fresquitos. Y no, no me voy a tomar la molestia de consultarlo. Pues bien, a la cita acuden miles y miles de personas que miran (nosotros entre ellos) a los que desfilan honrando el prodigio, que deben ser algunos cientos, todos vestidos para el gran día, según el gremio al que pertenezcan. Todo el mundo se lava, viste y peina para la ocasión, parece. Es un día en el que la ciudad y sus hijos lucen muy aseados. Los protagonistas lo hacen en dos filas, una por cada lado de la calle. Algunas bandas de música amenizan el espectáculo pero pocas (en este sentido siempre echo de menos una banda sonora que suene todo el tiempo, como en las películas, porque hay momentos de silencio bastante insulsos). Tardan en torno a hora y media en pasar por delante de un espectador quieto (nosotros, por ejemplo)…
14 JUNIO 2016
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