AYER terminaba (hace tan solo segundo) escribiendo que el mundo se puede ir al puto infierno. En el primer segundo de dos mil diecisiete sigo pensando lo mismo. No, no hemos ido de fiesta, ya no hay fiestas que nos diviertan. En vez de estar mezclados en cualquier jolgorio, aquí estoy, frente a la fantástica pantalla de mi nuevo ordenador dejándome caer con suavidad en dos mil diecisiete. No, ya no quiero ir a fiestas, no tengo nada que hacer en ellas. He acudido a pocas fiestas en mi vida y siempre he tenido claro, desde adolescente, que, si no podía conjugar el deseo sexual como posibilidad, juego, ensoñación o encuentro feliz, me aburría, no me interesaban, no se las podía llamar fiestas, podrían ser reuniones entretenidas, pero no Fiestas con mayúscula. Al nacer, en el reparto de atributos, no me tocó ni la belleza, ni la inteligencia, ni el talento artístico y, ni mucho menos, la posibilidad de alcanzar dinero y poder, luego solo me quedó la opción del sexo, sin estar especialmente dotado para ese virtuoso ejercicio, como única opción de alcanzar en algunos momentos la espuma de la vida o la máxima expresión y experiencia de estar vivo. Bueno, quizá estoy exagerando, desde luego no tiene porqué ser así, pero para mí ha sido así. La terrible consecuencia de esta forzosa elección es que mientras el dinero, el poder, o el talento puedes mantenerlo hasta el borde de la tumba, el sexo no, se acaba pronto. No, ya no, ya no me encuentro la pasión sexual en ningún punto de mi cuerpo y mucho menos en torno a mí. En ningún lado. Por qué, sencillamente porque ya no soy deseado por nadie. Por viejo, por desanimado y porque la vida no está diseñada para combinar ambas cosas. Sin cuerpo deseable, no hay Fiesta. El sexo no es un paraíso para viejos. Así que hoy, en el primer segundo de este nuevo año, en vez de en el jolgorio donde se cruzan deseos, estoy aquí, en el silencio de mi estudio, viendo la noche helada a través del ventanal de mi decepción…
1 ENERO 2017
© 2009 pepe fuentes