DIGRESIÓN UNA (y 4ª). No sería justo que terminara esta pequeña crónica sin referirme a la puesta en escena. Espléndido Paco Azorín en la escenografía: original, eficaz, plásticamente brillante. Contribuye a dinamizar el relato y a que todo se mueva en escena al ritmo justo y preciso del largo e intenso monólogo del hijo. Y, por supuesto, Fernando Cayo, que compone un personaje intensísimo, repleto de inflexiones y modulaciones, de dramatismo cuando el guión lo requiere y capaz de ofrecernos treguas cuando el aire se enrarecía porque volábamos alto. Y, sobre todo, con la mejor dicción que recuerdo en mucho tiempo. Actor inteligente, de talento, sin duda. La idea que se me quedó titilando cuando bajó el telón fue la importancia de intentar conseguir mejorarnos, de crecer incesantemente, antes de que el ciclo se cierre con la odiosa muerte. El año de nuestro fallecimiento no solo es una fecha crucial en la historia de nuestro paso por el mundo, sino que es la cifra que pone fin a nuestra posibilidad de seguir escribiendo nuestro guión. En ese momento todo se acaba y ya no tenemos opción de mejorar el cuadro de nuestra vida. Historia cerrada para siempre. Hay que darse prisa en hacer todo lo que nos queda por hacer para embellecer nuestras obras. Y retocar todo lo que hasta el momento no ha funcionado bien. Luego, a lo largo de toda la cena, Naty y yo no dejamos de hablar de la obra, con bastante entusiasmo, luego, lo que a priori podría imaginarse como un Réquiem Lacrimosa se convirtió en un Allegro molto. Magnífica obra que agradezco infinitamente haber visto. Quizá Gomá tenga razón y debamos procurar ser “buenos” aunque, por ahora, no termine de creérmelo.
5 SEPTIEMBRE 2017
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