OCHO DE MAYO, UN DÍA ACIAGO. Capítulo I. En este diario vengo contando la importancia que tiene para mí una casa pobre, a punto de derrumbarse, donde me críe y que ahora está a punto de desaparecer en un caprichoso remolino de la edad moderna, ya que, en el lugar donde está situada, está previsto un gran parque temático, o al menos esos son los proyectos. Acuciado por esa circunstancia terminal me acerqué hace unos días y me la encontré cerrada y abandonada, solitaria y desamparada como siempre ha estado, en el Cerro del Acebuchal. Me propuse entrar porque sentía que no podía dejar de ver su interior antes de que desapareciera para siempre y eso supusiera que no habría existido nunca. Revivir las sensaciones que tuve hasta mis nueve años, ver la chimenea donde mi madre cocinaba el cocido que comíamos a diario, volver a ver el pequeño dormitorio donde se amontonaban la cama de mis padres y la mía, el pasillo por donde entraba y salía la borrica hasta la cuadra, al fondo, junto al pajar. Quedarme allí dentro todo el tiempo que pudiera y dar rienda suelta a mi nostalgia y quizá mi melancolía. Y fotografiar, cómo no. Escenificar situaciones que tuvieran que ver, aunque fuera remotamente, con mis difusos recuerdos. Me obsesioné con esa idea hasta crearme una fijación incontrolable. No soportaba que esa casa desapareciera sin que yo entrara en ella antes, cincuenta y cinco años después de haber salido de ella…
21 MAYO 2018
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