OCHO DE MAYO, UN DÍA ACIAGO. Capítulo II. A finales de Abril nos acercamos caminando Naty, Charlie y yo y comprobamos las peores circunstancias: la casa estaba cerrada con una puerta metálica infranqueable y con unas ventanas enrejadas, por delante y por detrás. No podía entrar por las buenas. Imposible. En la casa había vivido un hombre durante años que la había mantenido más o menos saneada, incluso había construido un cuarto de baño, según me dijo hace dos o tres años que me acerqué por allí, alimentándolo con agua de un depósito exterior que supongo llevaba en garrafas. Daba la impresión de que hacía más de un año o dos que había abandonado el lugar. Naty me advirtió que no podía violentar la casa para entrar. Desde una ventana se veía que el cañizo de lo que fue el comedor y nuestro dormitorio se había caído y estaba esparcido por el suelo y, en lo que fue la cocina, los pobres muebles del inquilino anterior estaban amontonados. La alternativa era pedir permiso a los dueños de la finca, que se supone que estarían en un gran caserón, más abajo del cerro, a unos dos kilómetros, pero esa no me pareció la mejor solución dado que no creí que esas personas fueran sensibles a mis lloriqueos y eso abortaría cualquier otra alternativa, radical, por supuesto. Me identificarían fácilmente si forzaba el modo de entrar y estaba decidido a hacerlo…
22 MAYO 2018
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